Ciento ochenta

Hay miedos que no son abstractos, que tienen cuerpo, paisaje y clima. Si te atreves a adentrarte en la oscuridad de estas pesadillas, te invitamos a leer y explorar lo que nos acecha más allá de lo evidente.

LITERATURACUENTO

Diego Bertoni / Argentina

4/19/20254 min read

Hay miedos específicos que me atormentan. Claro que hay otros más generales que también me dan pavor como el accidente de un hijo o los precipicios.

De los específicos que digo, hay una pesadilla recurrente de verme obligado a escapar a través de una frontera en forma ilegal. Me imagino cruzando los Andes en una tormenta de nieve, azotando lo poco que llevo o también, me imagino cruzando el Pilcomayo en la canoa de un baqueano, en cueros y asustado por las cascabeles y las yararás.

Ahora en el bosque de sequoias en el que estoy me preocupa que aparezca un oso grizlly olfateando con su nariz bufosa y me agarre así, desnudo. Todo permanece estático y sigo pensando que bastante más que esas imágenes, me aterroriza que exista en el mundo la posibilidad de ir a la cárcel de por vida, si uno se sale groseramente de la línea establecida: ahí me veo solo con mi locura, sin poder suicidarnos, los dos en un dado de hormigón sofocante. O la imposibilidad de dormir, perseguido por la presencia de una faca nocturna.

Pero hay otro miedo más específico aún y más probable que los anteriores, que se hizo realidad cuando abandoné todo lo que quería. Por razones ajenas a mí -o al menos a mi conciencia- un día me levanté en la cama de un departamento desconocido y mi vida había girado ciento ochenta grados. Así como un autómata algo en mi cabeza me movió a abandonar mi casa de barrio, a mi mujer y a mi hijo.

Al principio fue nebuloso, con una sensación de resaca. Creo que me alquilé un departamentito en la misma cuadra para espiarlos a ver qué hacían y que el tirón de la venda no me arranque la piel.Ellos siguieron como si yo hubiera sido una mancha en el vidrio que la empleada limpió al día siguiente.

Probablemente después de unos días elaboré mentalmente los pasos que me trajeron hasta este bosque.

¿Y qué habrá sido de la constructora? -me dije a mi mismo cuando ya estaba muy lejos. Podía ver con exactitud los fragmentos de esa otra vida multi tarea; conmigo en el centro, jalonado desde todos los vértices del poliedro.

De la empresa desaparecí. Era uno de los directores. Me dio gracia ver mi foto y el cartelito de búsqueda unas semanas después, cuando cruzaba la frontera entre Bolivia y Perú. Me sentí importante. Yo hubiera elegido una foto en blanco y negro, con la espalda corva y las ojeras del que está esposado a un escritorio hasta la madrugada y de su firma dependen cientos de familias. De todos modos, no creo que hayan durado mucho los insultos de mis socios; solo hasta que el trepador de turno, con un MBA de la UCA y una frialdad liberal, haya tomado la posta para echar números a la calle.

La cuestión es que metí cinco remeras y dos mallas en una mochila, y a dedo lavando platos, me convertí en golondrina hasta que llegué al noreste de California para el comienzo de la cosecha. Armado solo con una tijerita de cortar uñas, aprendí el oficio del trimmer de cogollos, algo así como una manicura de plantas preciosas. Libras de marihuana por dólares americanos; comer, leer y escribir en la granja, solo eso.

El único peligro era la inspección federal. En segundos tuve que agarrar el pasaporte -estábamos preparados- y corrí hasta este bosque para perderme en sus miles de kilómetros cuadrados de sequoias de corteza astillada, donde la sombra se hace densa y las ramas allá arriba no dejan entrar la luz.

Corrí con una saliva resinosa en la boca, hasta que me encontré completamente solo. Mi ropa, mis manos, todo olía a perfume cannábico, transpiración y tierra. No sé si anduve en círculos, no sé calcular cuánto corrí, estaba ahogado y veía estrellitas luminosas por todos lados. Me latía la cabeza al mirar para los costados, preocupado también por los osos. Entonces decidí desnudarme para que ningún animal pudiera olfatearme.

Cuando sacaba el segundo pie del calzoncillo y lo revoleaba contra un tronco, escuché un ronquido en la hojarasca y la inconfundible nariz bufosa.

Me agaché esperando que mi corazón acelere a fondo y se pare en seco, antes que ser desmembrado y masticado lentamente por el oso peludo, torpe y monumental que se paraba en dos patas y ya me había visto.

Lento, muy lento, fui en cuatro patas hacia atrás como una araña. Llegué a mis pantalones y despacio, muy despacio saqué el celular. No para a filmarme como el imbécil que murió de ese modo, sino para dar play a lo último que estaba escuchando antes de la inspección federal. El ritmo de la música melancólica y repetitiva pareció hipnotizarlo y se mantenía erguido sobre sus dos patas, como esperando algo más.

Saqué un palillo largo recubierto de una pasta seca y el oso me miró en un rol invertido de espectador y espectáculo. El palillo comenzó arder al recibir el fuego lento del encendedor y la combustión invadió el aire quieto del bosque con un aroma de terpenos. Y en ese mismo momento ocurrió lo más loco.

Dos agentes de inmigraciones llegaron en una patrulla y rápidamente me esposaron por la espalda. Por el ángulo en el que se encontraban no vieron al oso que continuaba bailando.

Me metieron, desnudo como estaba, en el asiento trasero de la camioneta y el de rasgos mejicanos volvió hacia donde estaba mi ropa desparramada -supuse que a buscar evidencias-.

Yo veía a través del vidrio el movimiento insonoro de la música en el cuerpo del oso y como el agente se daba cuenta de la situación, sacaba su teléfono y comenzaba a filmarlo. También veía cuando el oso movía la cabeza y hociqueaba al despertar del trance.

Soy Diego Bertoni (Bahía Blanca), mi base literaria viene desordenada por variados textos.Tengo una consultora de ingeniería y mi intención es publicar una novela en proceso. El único logro oficial hasta el momento es un cuento seleccionado en el último Festival de Narrativa de Bahía Blanca. ID Instagram: @tito.laspiur10