En el triángulo

Una cabaña, un fuego compartido y una amistad iluminada por la nostalgia. Este cuento habla de lo que arde antes de apagarse, y de lo que no se puede ver con los ojos.

LITERATURACUENTO

Cibela Ontiveros / México

4/19/202512 min read

La cabaña nos hizo mucho daño porque nos hizo muy felices a destiempo. Máximo me dijo por teléfono “Ellos la dejaron para nosotros”, y él casi nunca hacía llamadas a menos de que fuera ineludible. En aquel momento no entendí a qué se refería. Pensé en los vecinos que la habían rentado para poder tener ahí a su bebé. Sus nombres ya se me escapan, excepto el de su perro, Peter. En aquellos meses vivíamos en la cabaña de junto, la cual era diminuta.

Nunca olvidaré el olor de la leña que quemamos por primera vez juntos: la chimenea amenazaba con tragarnos en cada bocanada. En los ojos de Máximo se avivó una llama desconocida para mí. Me contó que el fuego era el corazón de su hogar, y que su madre y él se quedaban horas contemplándolo. Él no tenía que decírmelo, pues las llamas contaban sus secretos. Por esa razón, imagino, ellos podían ver fantasmas. Supe que él y yo éramos mejores amigos porque, de niña, solía ver el sol con fijeza hasta que mi abuela me metía a la casa a empujones. Decía que me quedaría ciega y yo replicaba que de todos modos los ojos no nos servían para verlo todo. Ahora es tarde para recordar si Máximo y yo buscábamos algo en la luz y es más tarde para saber si la oscuridad nos traerá respuestas.

Máximo y su madre, doña Esther, podían ver lo que habitaba en el aire; conocían el miedo más primitivo. Tropezaban con los destellos que dejaban los chanekes como rastro para perderlos entre los árboles y las plantas. La madre de Máximo le quitaba la playera para ponérsela al revés y ella procedía de la misma forma con su respectiva blusa. Así se encontrarían a salvo de las fuerzas ocultas que reían con voces infantiles.

Desde la calle Valentín Gómez Farías no imaginábamos que existiera una propiedad de finales del siglo XVI. A nuestros visitantes les causaba temor la vereda de casi cien metros, rodeada de floripondios, hierba y algunos animales nocturnos que custodiaban la entrada. La finca estaba llena de árboles, con casitas y muros infranqueables, además del casco original de la hacienda, donde aún se conservan muebles que datan de otros siglos, pinturas y sillas para montar. El dueño y su familia también poseían gallinas, cabras suizas y perros. Toja, hermosa perra pastor alemán, parecía un lobo. Como un huargo que a más de un visitante le arrancó un susto y le sembró la palidez en el rostro. Confieso que al principio a mí también me temblaron las piernas al tenerla cerca. Es inquieta, pero noble y cariñosa.

Las primeras noches en la pequeña cabaña se colmaron de insomnio y miedo. Los terrores nocturnos me susurraban persecuciones y largas contemplaciones. Desde cualquier ángulo –y no cabían tantos– me sentía observada. No había lugar dónde esconderse. Los recuerdos de unas manos cubriendo mi piel, desconocidas, ásperas, enormes, frías, me estremecieron más de una vez. Un murmullo me despertaba; la presencia me acechaba cuando perdía la conciencia: me oprimía el cuello mientras me sujetaba las manos, con fuerza, como a quien le da igual romperle los huesos a alguien porque ya no hay escapatoria y uno de los dos tiene que morir. Me despertaba angustiada y empapada de sudor. Máximo lamentaba mis pesadillas porque él dormía a pierna suelta, a veces me daba la impresión de que sentía lástima por mí.

El miedo que tuve al llegar a la pequeña cabaña desapareció luego de varios días. Las nubes se lo llevaron en cada tormenta. Sin embargo, cuando había sol tampoco me hallaba mejor; había tanto silencio y olor a hierba… y los pájaros no estaban dispuestos a ceder un ápice en su canto, pues sabían que me enloquecían y cantaban con más fuerza. Igual me sentía observada por las hojas de los árboles, de las plantas y por todas las formas de vida posibles. Hasta que las vacaciones de verano se atravesaron, pude darme un respiro. Toma tiempo acostumbrarse a la naturaleza, pero una vez que dejas de resistirte, la calidez y la paz van cavando una tumba en el interior.

Además del sutil olor de los floripondios de la vereda, las gardenias del jardín y la vegetación que rodeaba a las cabañas, nos sorprendieron los ríos de luciérnagas que inundaban la noche a mediados de la primavera. A veces las mirábamos por las ventanas, aunque yo prefería salir a mirarlas de cerca para hallar algún secreto en su luz o para ahogarme en el resplandor verde. La vida se imponía en cada rincón de la Hacienda y sentimos que éramos parte de algo hermoso, de algo vivo que respiraba a través de nosotros.

Un día notamos que había hongos diminutos creciendo en la cocina integral, en el baño y en uno de los marcos de las ventanas. Eran hongos de tallo blanco y de sombrero amarillo: una especie de Amanita con burbujas de relieve. Desde el sofá, notabas que el tragaluz dejaba entrar un sol tibio y gastado, en el que viajaban las esporas. A veces llevaban trayectorias distintas y me imaginaba que se organizaban con un propósito, mas no sabía cuál era. Cuando se colaba una brisa por la chimenea, inundaba la salita de un olor a bosque, a historia, y los pulmones se me llenaban de una emoción extraña, absurda.

Antes de mudarnos, entramos a conocer la cabaña grande. Tenía dos habitaciones, un baño, cocina integral, sala y chimenea. Definitivamente era para nosotros; estábamos convencidos. Mi ausencia en el verano me dejó en desventaja y Máximo pidió el cuarto más grande. En realidad, me gustaba más la habitación pequeña porque tenía dos ventanas. Sin el lastre del miedo, contemplar árboles se estaba convirtiendo en una afición.

En la segunda cabaña –la más grande– nadie me observaba, pero era difícil ubicar de dónde provenían los sonidos que escuchábamos. Una mañana, Máximo encontró la puerta de la cabaña abierta. Le dije que no me sorprendería saber que alguien entrara por las noches a mirarnos dormir. Me miró pensativo y me preguntó, ¿y si fuiste tú en un episodio de sonambulismo? Se me congeló el semblante. Nunca lo sabremos.

La primera vez que prendimos la chimenea en la cabaña pequeña, encendimos ocote y ardió sin problema. En la segunda cabaña la chimenea era más grande, y Máximo, previsor, había revisado algunos tutoriales en YouTube. La recomendación era colocar aceite y azúcar en una servilleta dentro de otra servilleta en medio de la madera. Yo miraba a Máximo con cierto escepticismo, pero no dije nada. Deseaba con todas mis fuerzas que el fuego nos calentara un poco los corazones. Entonces lo logramos y la luz se reflejó una vez más en nuestros ojos, haciéndonos sonreír; el fuego nos hermanaba, estábamos radiantes.

Compramos un hacha mediana y una vez que empezábamos a cortar madera, no podíamos detenernos. Pasaron por nuestras manos fotocopias, libretas viejas, exámenes, rejas, sillas viejas, mesas y una cómoda que casi nos mata. El primer cajón lo destrozamos con el hacha para poder hacer mejor uso del material. El segundo cajón solo lo cortamos a la mitad, colocamos una parte y después la otra. No sabíamos cuánto tiempo había transcurrido cuando notamos que el fuego estaba menguando. Asomó la idea de arrojar el tercer cajón completo. Nunca lo hubiéramos hecho. El cajón se encendió tan de golpe, que las llamas se alzaron casi hasta tocar las vigas de madera del techo. Pudimos haber ardido junto con la cabaña. Esa noche nos asustamos tanto que el sueño no vino a nosotros.

Máximo, Janis y yo salimos un rato en lo que el humo se disipaba. Mientras deambulábamos en el jardín, un objeto que brillaba frente a la reja llamó nuestra atención. Al acercarnos, nuestros rostros adquirieron una expresión de extrañeza: era un globo de color rojo que flotaba frente a la reja. Nos sentimos en una película de terror y volvimos sobre nuestros pasos.

Una mañana, antes de que amaneciera, Máximo llamó a la puerta de mi cuarto, trayendo consigo el hacha. Me invitó a despedazar unas rejas que había conseguido en el mercado de Los Sauces. Le dije que me recordaba a Jack Torrence, en The Shining. Nosotros éramos los cuidadores de la cabaña. A lo mejor poco a poco dejábamos de ser nosotros para ser ellos. Madrugar para hacer fuego despertaba mi sonrisa, así que me di prisa.

Un par de semanas después, cuando reemplazaron el piso de mi habitación, todos los muebles fueron a parar al área del comedor. El cuarto daba la impresión de ser zona de desastre. Yo creía que debajo de las tablas algunos nidos de arañas dormían siestas diurnas. No imaginaba que dormían en el techo. Bajo las tablas, los hongos habían crecido hasta alcanzar los veinte centímetros. ¿Cuánto faltaba para que nos conquistaran las esporas diabólicas? Janis y yo tuvimos que dormir en el cuarto de Máximo por una semana. A cualquier parte que fuera, Janis me seguía incondicionalmente. Mi habitación estaba tomada: ahí comenzó la intrusión.

En aquellos meses yo no trabajaba. Tenía beca de Conacyt porque cursaba el primer semestre de la Especialización en Promoción de la Lectura en la Universidad Veracruzana, mi alma máter. Máximo impartía clases de inglés en un instituto privado. Odiaba su trabajo, pero no quería ser mesero o incursionar en otros ámbitos. Él trataba de animarse, aunque le fastidiaba la obligación que conlleva la vida adulta. Yo tenía los ánimos destruidos. Me había separado nueve meses atrás de Hernán. Habíamos durado casi ocho años juntos. Entonces los días podían ser claros, oscuros, amargos o dolorosos.

–¿Imaginas cuántas personas han vivido y han muerto en esta propiedad?– le pregunté una noche a Máximo. Sus ojos hurgaron en varias direcciones. Si la hacienda era de finales de 1500… Los cálculos no eran su fuerte. ¿Cuántas almas se habrán quedado presas en este lugar? Me regresaba la pregunta como una venganza disfrazada de ingenuidad. Tampoco lo podía calcular. Nos gustaban las preguntas sin respuesta. Pasábamos mucho tiempo en el comedor pensando.

Por las mañanas, Máximo ponía el café y se asomaba a mi cuarto, en silencio, para ver si de casualidad me hallaba despierta. Algunas veces lo sorprendí. Hubo tantas mañanas que se sintieron como abrazos, pues él se ponía contento porque podía hablar con alguien y me decía que el café estaba listo. Su compañía era una buena razón para dejar la cama tibia. En invierno me envolvía en una cobija ligera y me sentaba a mirar la pared del comedor frente al ventanal más grande de la casa. El sol avanzaba hasta reptar en el muro, simulando la Pirámide del mismo astro, y las sombras de los árboles y de las plantas escalaban cada peldaño como un sacrificio. Las siluetas que se proyectaban eran más fascinantes que el exterior. El contraste era perfecto entre las paredes blancas y las sombras oscuras. Cuando la luz solar despejaba el muro, mi mente guardaba el movimiento de la vegetación en blanco y negro; imágenes que hacían eco en la memoria. Solo quedaba mirar el verde desde la ventana para saber que los árboles no habían huido a ninguna parte. ¿Por qué los sentía tan lejos de mis ojos?

Antes de entrar al cuarto de Máximo, en un espacio reducido había una ventana que daba hacia la parte trasera de la cabaña, también rodeada de vegetación. En ese espacio pequeño había una piedra de casi un metro de ancho, sobre un pedestal de concreto, abajo había una canaleta. Le llamábamos la piedra de los sacrificios. En el fondo sabíamos que nos pedía alimentarla, como a la chimenea, era un presentimiento mezclado con escalofrío.

Por la tarde, cuando Máximo regresaba del trabajo, yo ponía el café. Lamentábamos mucho no tener cosas para quemar, buscando por toda la casa sin hallar algo que ofrendar. Cenábamos en el comedor porque no nos gustaba que la sala se llenara de migajas. Tener otro ejército de insectos no nos hacía falta, pues con los híbridos de hormigas-arañas-escarabajo o las lombrices negras de cabeza triangular que bajaban del techo en hilos de baba y que al secarse morían en el piso o en las paredes nos era suficiente. Resultaba imposible sentirnos solos en la cabaña. Máximo y yo pensábamos que esos insectos provenían del espacio, porque no podían ser terrestres. ¿Cómo habían llegado a la Tierra? Otra pregunta sin respuesta.

Dejamos de ser cuatro en la cabaña, Máximo, su gata Escila, mi gata Janis y yo, Helena y Acitlalli se mudaron en febrero y se quedaron en el cuarto de Máximo, Escila sería su compañera, debido a que ella y Janis no compartían espacios por cuestiones de territorio. No se llevaron bien nunca porque fue mi culpa no dejarlas conocerse lo suficiente. Máximo y yo tuvimos que compartir habitación: nos turnábamos para brindarnos privacidad. Máximo era novio de Isa.

Recibimos diferentes visitas mientras compartíamos la cabaña con nuestras compañeras. Por ejemplo, la segunda vez que Santiago se hospedó con nosotros, no quise que me leyera de nuevo las cartas. Apenas me estaba acostumbrando a los cambios que me había vaticinado semanas antes. Me di cuenta de que entre más años contaba, menos quería saber sobre el futuro. Santiago también era antropólogo, pero se había titulado antes que Helena y Acitlalli.

En esos días, el restaurante Macorina abrió sus puertas y la promoción de hamburguesas al dos por uno fue una buena idea para ir a cenar. Máximo y yo esperábamos a Santiago. Helena y Acitlalli estaban ocupadas, ya que habían recibido a una amiga en la cabaña.

Como la hora en que llegaría Santiago era incierta, decidimos salir sin él. Íbamos por la vereda, con la oscuridad encima sin ser todavía las ocho, cuando lo vimos aproximarse con una maleta en las manos. Máximo regresó a la cabaña por un suéter y yo decidí quedarme a esperarlos. Vi que unos chicos iban detrás de Santiago: una joven de cabello largo, trenzado y un muchacho un poco más alto que él, pasaron junto a mí y nos saludamos por cortesía; parecían agradables. Al dejar el camino atrás, cuando subimos a un taxi, Máximo le cuestionó a Santiago sobre su amiga, la que lo acompañaba cuando llegó. Preguntó si ella también había ido a visitar a Helena y a Acitlalli. Santiago le dijo que nadie iba con él. Negué con la cabeza y me dirigí a Máximo: “Una chica y un chico venían detrás de Santiago”, a lo que él también negó con la cabeza. Nadie llegó con él, ni adelante, ni junto, ni atrás. Esas fueron las primeras apariciones más reveladoras de las que fuimos conscientes.

Cuando Santiago se marchó, por la casa vagaba un temblor que hasta perturbaba el aire. Era como un manojo de sonidos que comenzaba a alborotarse. Lo que ocurría con el teléfono o en el comedor, no era ninguna novedad: se ponía en altavoz y marcaba teclas. Lo desconcertante era escuchar la “vibración espacial” junto al refrigerador. Justo entre la mesa, el teléfono y el refrigerador se formaba una suerte de pequeño triángulo de las Bermudas que nos inquietaba porque no podíamos precisar qué era o qué lo ocasionaba. Pensábamos que arriba, en el espacio exterior, existían sonidos como ése o frecuencias de esa naturaleza. En ocasiones grabábamos con algún celular el sonido o un video como evidencia, pero no encontrábamos murmullos ni palabras, solo ladridos lejanos y la “vibración espacial”. Otras veces, juraría que escuchaba una ballena. Esa frecuencia tenía años siguiéndome esporádicamente. Mientras cenábamos una noche, decidí contarle a Máximo sobre eso y, para mi sorpresa, él también la escuchaba algunas veces. Nos preguntamos si sería la misma ballena y qué era lo que esperaba de nosotros. Le hablé del esqueleto cetáceo que tienen en la Colegio Preparatorio de Xalapa. ¿Otros escucharían el canto de sus huesos?

No todo era música, sin embargo. Una mañana Helena le preguntó a Máximo si se había recortado la barba, respondiéndole afirmativamente. Helena quiso saber por qué no había recogido el vello facial que, junto al espejo del baño, estaba esparcido encima de nuestras cremas, desodorantes y peines. Máximo le dijo que yo le había recortado la barba en el lugar de siempre (a un lado de la entrada) y que él se había asegurado de barrer el piso hace dos días. Era verdad. Yo lo vi hacerlo. Entonces todos fuimos a observar el pelo esparcido. Y ahí estaba. No pertenecía a ninguno de nosotros, por lo que pensamos que podía ser de algún sonámbulo; fui culpada porque yo era la única que caminaba de cuando en cuando en la oscuridad. Todos nos revisamos el cuerpo y nadie encontró indicios de cortes recientes. Máximo estaba muy inquieto. Se le ocurrió revisar a contraluz un poco de la evidencia sobre una servilleta, porque su barba tenía tintes rojizos, y este cabello esparcido era completamente negro. Concluimos que solo podían ser ellos.

Helena y Acitlalli se marcharon a sus respectivas ciudades de origen. Janis y Escila duermen. Nosotros alimentamos la chimenea porque el fuego nos lo reclama. Arrojamos fotocopias, ropa, zapatos, discos, libros, películas, comida y un sinfín de objetos. Un brillo en los ojos se nos adivina. La vibración junto al refrigerador vuelve de su letargo espacial y la piedra de los sacrificios nos murmura qué hacer.

“¿Hasta nuestro último empeño es
solo un sueño dentro de un sueño?”

Edgar Allan Poe

Narradora, docente y traductora. Recibió el apoyo del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) en Veracruz (2010) y en Durango (2012). Concurso de Edición ICED (Durango, 2023), libro seleccionado El infierno que se merecen. Apoyo PECDA Durango (2023) como Creador con trayectoria. Instagram: @cibelievna