La parte honda

Entre la ternura de la infancia y los silencios heredados, la llegada de Josecito no es solo un recuerdo, es un grito ahogado, una búsqueda en el tiempo por lo que pudo haber sido.

LITERATURACUENTO

Celeste Carraro

4/19/20259 min read

La llegada de Josecito a la familia fue la más esperada de todas, recuerdo que cada año en mi carta para papá Noel mi pedido era una hermana, pero a mis nueve años cuando mamá y papá me anunciaron que por fin tendría mi tan deseada hermana menor lloré de la emoción y ellos también lo hicieron, fueron de los momentos más felices que recuerdo en que todos lloramos de emoción y no de dolor. Yo había elegido llamarla “Marga” pero eso nunca sucedió porque en vez de niña fue un niño; al principio sentí decepción, pero pude reincorporar mi ánimo rápidamente porque nada me quitaría ser la hermana mayor y no la única hija de los Laurenz. Mi papá decidió que se llamaría José en honor a su abuelo quien para él había sido una figura esencial en su vida. Yo nunca lo conocí. Él le había enseñado todas las actividades relacionadas al campo y los animales, a cómo capar los caballos, cómo domarlos, en qué tiempo paren y se ponen en celo, todas las mañas de cada animal que lo rodeaba, la flora, fauna y clima; todo lo supo por su abuelo, quién había asumido el papel de ser su criador desde que éste apenas era un bebé luego de que su padre se colgara de un eucaliptus a causa del abandono de su esposa. Nunca supe los nombres de mis abuelos, ni siquiera la historia de mi padre la había escuchado por sus palabras, sino que en secreto mi madre me lo supo contar para que yo no siguiera insistiendo en preguntarle a él. Ahora que sabía sobre los padres de mi papá, no tendría que volver a preguntar. Algo que caracterizaba a mamá era hablar con la verdad, por más dura que fuera, yo era muy chica para entender semejante carga emocional con la que mi padre Octavio cargaba, tal vez por eso no era de expresarse demasiado, sino que más bien prevalecían los silencios y las palabras justas.

Cada mes a mamá le crecía más la panza y parecía que iba a estallar, todos los días le daba besos en la barriga y le hablaba preguntándole cuándo iba a llegar. El día que nació Josecito hacía mucho frío, de esos que te cortan la cara pues los inviernos son muy crudos en el campo. La estufa hogar estaba prendida todo el día, se encontraba en el living de la casa, el centro de la misma. Vivíamos en el mismo campo que mi papá había sido criado. Lucinda, mi madre, se encargaba de que estemos calentitos, de que la ropa siempre esté limpia y huela bien. Mi casa siempre estaba en orden, todo debía estar en su lugar predeterminado. Todo lo que cocinaba ella era pura magia, cada plato superaba al anterior porque mamá era detallista en todo, incluso en la presentación era creativa. Mamá vivía para nosotros y también ahora para Josecito.

Recuerdo que cuando fue a parir me quedé al cuidado de mi tía materna Amanda, realmente la adoraba, porque siempre había sido una mujer cálida y cariñosa, pasar tiempo con ella era algo que me gustaba y disfrutaba. Entró mi mamá por la puerta de la cocina mientras nosotras jugábamos al calor de la estufa, mi papá cargaba todos los bolsos mientras mi madre tenía en brazos envuelto en mantas blancas a Josecito. Enseguida me lo enseñaron, bajándolo a mi altura, corrí el edredón que lo protegía y pude ver un poco de pelo colorado como el mío, una bolita rosada durmiente, sin cejas de tan blanco y lampiño que era. Rápidamente le encontraron un parecido conmigo. Ahí estaba mi tan deseado hermano José, el niño que durante años pedí, ahora tendría mi compañero de juegos y mi cómplice en algunas macanas. Jamás me percaté que nuestra diferencia de edad impediría mi imaginario pues un bebé recién nacido y una nena de nueve años mucha infancia no comparten. Sin embargo, en ese momento lo único que podía pensar es en todas las cosas que le enseñaría y lo satisfactorio que se sentía ser la hermana mayor.

Se respiraba felicidad, el buen clima y lo soñada que había sido la llegada de otro integrante. Papá, que no era de hablar tanto, no paraba de decir la cantidad de actividades le enseñaría, tal como él las había aprendido. Mi madre, en cambio, parecía un tanto cansada pero no le faltaba su sonrisa característica.

Los meses fueron pasando, Josecito se estaba criando como un bebé bien alimentado, sus cachetes eran bien rosados y tenía los ojos verdes como papá y yo. Quien lo veía en el pueblo comentaba el parecido de los tres Laurenz. A mamá nos parecíamos en la forma de ser, nunca nos falta la sonrisa en la cara ni mucho menos la charla y la simpatía con quienes hablábamos.

Los primeros pasos de mi hermano cerca del año y sus primeras travesuras fueron ni bien empezó a manipular los objetos, era muy inquieto y curioso. Mamá no le despegaba los ojos de encima, todo el tiempo estaba detrás de él, por supuesto que a mí nunca me quitó su atención pues no dejaba de ser la madre atenta y complaciente de siempre. Había días en que se notaba su cansancio de andar todo el día limpiando, cocinando y cuidando de nosotros, pero eso jamás nos lo hizo notar, siempre se mostraba con el mejor humor. Mi padre, salía muy temprano por la mañana, volvía al mediodía a comer y luego salía de nuevo a realizar las tareas del campo, él estaba a cargo de la estancia familiar “Don José”, si bien tenía empleados a su cargo, éste se ocupaba de estar en cada tarea que hiciera falta, su trabajo lo era todo, amaba lo que hacía. Recuerdo que los primeros pasos de Josecito fueron en la galería que, rodeaba la casa, tambaleándose fue llegando hasta los brazos de mamá entre puras carcajadas. Había días en que ella tendía la ropa y lo dejaba con sus juguetes en la galería a mi cargo, aun así, no nos quitaba la vista, extendía sus brazos, colocaba un broche y antes de alzar otra prenda del canasto nos volvía a mirar desde la distancia, su cabello moreno y ondulado al compás del viento con el sol de fondo hacían de ésta recuerdo uno de mis favoritos de toda mi vida. Nunca faltaba su pregunta “¿Clarita, está todo bien? ¿Y Josecito?” y el beso en la cabeza diciéndome ¡Qué buena hermana mayor que tiene Josecito! Realmente amaba serlo y me tomaba mi responsabilidad muy seriamente.

Cada paso de mi hermano era más acelerado, mamá y yo detrás de él, pero entre todas las tareas del hogar muchas veces ella no podía con todo, sobre todo a la hora de cocinar, así que me tocaba estar a su cuidado. Era verano y en el campo teníamos una pileta grande, el horario que se me permitía meterme era cerca de la merienda, porque antes el sol estaba muy fuerte y mi madre no me dejaba estar expuesta, mucho menos ahora con mi hermanito. A las cuatro salíamos los tres a la pileta, que quedaba a unos cien metros la casa, llevábamos nuestras gorras, protector, la ropa de baño y algún chiche para que jugara. Solo se me dejaban meter en la parte baja de la misma, pues en la parte de los grandes como decía mi papá, el agua me pasaba, no había forma de que hiciera pie; así que nuestro espacio para refrescarnos solo nos permitía estar sentados y chipotear un poco, es así como los tres nos metíamos hasta que bajara un poco el sol y regresáramos al hogar y mamá se pusiera a preparar la cena. Las tardes de verano era merendar una chocolatada con galletitas de vainilla o alguna torta al costado del agua. Un día mamá me encomendó que cuidara a mi hermano mientras ella iba a preparar la leche, me lo repitió dos veces “Clarita, mirá a tu hermano que voy a preparar la leche, por favor” “Sí má, yo lo cuido” le dije; estuve atenta a que no se metiera nada en la boca, estábamos sentados en el agua y de pronto veo algo asomándose entre los pastos, era un lagarto pequeño al costado nuestro, tan solo nos separaban unos metros, en ese momento me quedé quieta mirando al animal mientras Josecito jugaba; pacíficamente se fue alejando, no son aminales que interactúen con las personas. No sé por qué decidí seguirlo para ver dónde estaba su cueva, me llamaba la atención el movimiento de su cola, su lengua abierta en la punta y sacándola a cada segundo y por supuesto, el parecido que había con los cocodrilos que había visto en tele. Era todo un misterio para mí ver este reptil de cerca por primera vez en mi vida. Lo siguiente que recuerdo es el grito desesperado de mamá; corrí a la pileta, mi hermano estaba en la parte honda, dado vuelta. Me paralicé, todo fue muy rápido, Josecito estaba morado, mamá lloraba y gritaba que fuera a buscar a mi papá, que corriera. No pude, solo me paralicé. Mi padre llegó al galope cuando oyó los gritos que decían “llamá a tu papá” “Josecito Josecito, por favor” repetidas veces. Mamá y papá intentaron reanimarlo, pero no había caso. Rápidamente fuimos a la sala de primeros auxilios del pueblo porque no respondía. No hubo nada que hacerle, Josecito había muerto por el agua que había inhalado sus pulmones. La tan esperada llegada fue una trágica ida y había sido por un descuido mío.

Muchas personas se acercaron al velatorio dándonos sus condolencias, ni una sola de esas palabras dichas con buenas intenciones pudieron llenar un poco del vacío que desde ese momento tengo. Nuevamente, mamá, papá y yo, lloramos los tres abrazados. Su cajón blanco era diminuto, sus mejillas ahora eran moradas, sus manitos frías como invierno y su traje ocre, esa imagen que hasta el día de hoy no me deja dormir. Las horas en ese lugar donde se exponía lo que quedaba de mi hermano fueron sofocantes, el aire era denso, costaba respirar de tanta lagrima, del espasmódico dolor. Todo era oscuridad. La luminosidad de Josecito se había apagado para siempre. La hora de despedirlo fueron los gritos más aterradores que jamás escuché, desgargantados. La tristeza inundaba el lugar e inundó mi hogar para siempre. Papá y mi tía Amanda agarraron de las manijas de fianza doradas del cajón para cargarlo en el coche fúnebre que nos llevó hasta la iglesia y luego al cementerio. Cada palabra del cura me pareció injusta, ¿por qué Dios se querría llevar a un bebé de un año a su reino? ¿acaso eso estaba en sus planes? ¿y los nuestros ahora qué? Mamá no se podía sostener erguida de cargar con la culpa. Fueron los últimos momentos en que estuvimos los cuatro, sin embargo, él ya no estaba entre nosotros, ya se había ido hace unas horas. Tantos brazos, tantas personas y solo fueron dos los suficientes para sostener el pequeño cajón que dejaron en un nicho inscripto con su nombre que él nunca llegó a aprender a escribir, una fecha que jamás supo que nació ni tomó conciencia de su primer año. Tan fugaz y eterno fue su paso por el mundo, tanto amor y dolor fue su llegada y su partida, tanto y tan poco.

Su muerte nos condenó a todos a sumergirnos en una eterna desdicha. Desde ese día la casa no fue la misma, ninguno de los tres fuimos los mismos, los tres habíamos perdido parte de nuestro corazón. Cada día posterior fue un respiro cortante, como los inviernos en el campo. Mamá perdió su brillo, ya no era la misma, ahora no disimulaba su cansancio, su tristeza, ya no podía fingir la culpa de su descuido, cada día que pasaba se apagó más y más; papá hablaba menos de lo habitual, sus ojos verdes ahora estaban más oscuros; y yo quedé paralizada al costada de la pileta para siempre.

No hay un solo día en que no me acuerde de Josecito, de su cabecita colorada corriendo a puras tambaleadas porque apenas estaba aprendiendo sus primeros pasos, sus últimos también. Los míos también. Somos esclavos del tiempo, del dolor y la culpa que no cesa.

Hoy él cumpliría diez y yo no paro de preguntarme cómo sería, si tendría pecas como papá y yo, como sería su olor, su voz, qué travesuras hubiera hecho. Estas fechas mamá está más triste de lo habitual, sus ojeras le cubren toda su cara, su pelo largo lleno de canas hacen parecer más años de los que tiene, no se despaga de la cama que la abraza y papá se refugia más en su trabajo, casi no vuelve. Y yo sigo acá, paralizada, llenándome los pulmones de aire y no de agua, queriendo que él estuviese en mi lugar, de querer cambiar el pasado, de jamás haber seguido a ese maldito lagarto, de que mamá jamás hubiese ido a preparar la merienda. Todos los días me arrasa el por qué, todos los días vuelvo a la parte honda.