Las Bocas saltarinas

Una extraña maldición cae sobre Acoyotepec: tras comer carne importada, todos pierden su dentadura… ¡y estas comienzan a escapar! Un cuento delirante y divertido sobre caos, crema de vegetales y bocas fugitivas.

LITERATURACUENTO

Michael Velázquez Flores / México

5/3/20259 min read

Alguien debió haberle deseado la desgracia al pueblo de Acoyotepec (localidad que, creo, no aparece en ninguna otra referencia más que en ésta), pues una mañana, tras comer un paquete de carne de importación, todos amanecieron sin dentadura. Lo de la carne fue lo de menos, porque Acoyotepec esperaba otro pedido que llegaría en meses.

El primero en darse cuenta fue el tamalero, cuyos gritos alertaron a un vecino. En su boca sólo sobraba la lengua; ni siquiera sus encías. Cuando se reunieron más personas se reveló el giro: no hubo excepción. Niños, ancianos y hasta animales. Entonces para comunicarse no les quedó de otra que recurrir a graciosos y casi inentendibles balbuceos. No fue poco el arrepentimiento que sintieron de comer aquella carne. No, nadie podía confirmar que esa era la causa, pero vaya casualidad que hayan amanecido así después de que la mercancía les llegara. Claro, ¡qué coincidencia!

Desesperados por su situación, los primeros días empezaron a pelear y discutir por la comida. ¿Que iban a vender los del mercado? ¿Qué comerían? Si acaso balbuceaban, comer sólidos sería una tortura. Tanto así que el tercer día se propuso moler vegetales para preparar cremas y sopas. Comenzaron a beber mucha más leche; batidos de fruta y atole, pero lo principal eran las cremas. Eso les calmó un poco el apetito, pero no la inquietud. La gente gritaba en la calle y algunos se golpeaban en callejones buscando culpables. Un caos total. Es curioso que, si hubiesen podido hablar, los insultos que lanzaron habrían sido suficientes para escribir una constitución de sandeces. Las casas eran el único refugio. Los niños no paraban de chillar y los padres ya no sabían si lloraban de hambre, frío o sueño; un desastre, ¡caray!

Sin embargo, antes de que pasara una semana, un señor casi se infarta del susto ¿Por qué habrá sido? Pues porque se encontró a una dentadura, ¿por qué más? Caminaba por el campo, buscando maíz, cuando la vio en la tierra. Era literalmente una boca saltarina, como las de plástico que se les da cuerda —le aviso, apreciado lector, que por más irrisorio, inexacto e inaudito que parezca leerá las palabras boca y dentadura como sinónimos para referirme a las fugitivas. Aun sin su permiso, sigo—. Cuando la boca vio al señor huyó despavorida dando saltitos. Ahí descubrieron que se habían escapado por voluntad. El señor, a gritos, atrajo a una masa de gente a la plaza; trató de comunicar el mensaje, mas no resultó. En eso otras dos dentaduras aparecieron a lo lejos… Dos hombres las fueron a perseguir, pero se escaparon.

Días más tarde, la ira del pueblo se hallaba concentrada en una sola tarea: capturar las dentaduras y devolverlas a su lugar.

—La...mahgg, lads sase aliassas —dijo una mujer. Nadie descifró su dicción, pero intuyeron que quiso decir “vamos tras esas malditas”.

Un hombre destacó que si se encontraban con su dentadura tuvieran mucho cuidado; sus tres dientes de veinte quilates valían mucho y los iba a empeñar. Pareció que ciertas personas se alegraron de perder las encías; resulta que muchos presumían tremendas caries. Había raritos dispuestos a basar su dieta en las cremas y batidos. ¿Las bocas podrían hablar y ser inteligentes? Si además de canijas para moverse eran parlantes, vomitarían groserías y dirían lo que sus dueños no se atreven; significaba revelar la verdadera sonrisa de las personas. Les adelanto que sí hablaban, pero ya llegaremos a eso.

Con miedo de que salieran a luz chismes y otros secretos, se apresuraron a perseguirlas. Se juntaron turbas y tropeles armados con sacos y telares, pues no debían usar cosas peligrosas para presas tan delicadas. Intentaron una semana, pero no hubo resultado. La desesperación les hizo aferrarse a los batidos. Sí, no eran despreciables y el atole era delicioso, ¿pero qué harían con las vacas si ya no aguantaban más sesiones de ordeño? Era sabido que necesitaban proteína animal, además, ¿quién no extraña el acostumbrado sabor de la buena carnita? ¡Eso es! Otro excelente motivo para ir tras ellas.

La mañana previa al bullicio, el hermano del carnicero encontró unos dientes mientras se lavaba en el baño. Veíase en el espejo, había tomado el cepillo y le extrañó; pensó que ya le fallaba el coco, pero se decepcionó al acordarse de que estaba chimuelo. Luego, el señor le sonrió a su reflejo y vio dos hileras de dientes blancos. Gritó de alegría, pero cuando celebraba, una boca brincó del vidrio y corrió fuera del baño sin antes golpearse contra la puerta. Se oyó una risita burlona. Correteó a los dientes por los pasillos; se escabulló entre los muebles, tirando sillas, moviendo sillones. El señor, que para colmo no hizo menos desastre, pateaba cosas que estaban por ahí. Salieron de la casa y continuó persiguiéndola hasta el parque. Varias personas lo vieron y se acoplaron. Ya cansados, se dieron cuenta de su propia lentitud; no podían atraparla a la fuerza. Entonces intentaron dialogar a pura mejilla. Sin mucho detalle, se explicaron como pudieron, mas al final, como la boca comprendía el idioma humano a la perfección, les hizo una propuesta: “si resuelven una adivinanza, me atrapan, si no, nunca me vuelven a ver, ¡ánimo!”

—Oeeno —dijo alguien.

— Siempre me escapo en la misma dirección. Si me hueles, me reconoces. Algunos me llaman asesino, pero agradézcanle al de naranja. ¿Qué soy?

—Mmm, ua alulensoas, ases —replicó una mujer.

—No, ni gases ni flatulencias. Si otro de ustedes dice una respuesta equivocada, se arrepentirán. ¿Oigan, si sabían que cada noche, su queridísimo sacerdote se mete al cuarto de la esposa del presidente?... Ah, y que me dicen de la conversación que escuché entre el lechero y el plomero sobre sus rece…´

—¡Ey! ¡Callaee, callaeee! —dijo el hermano del lechero que se les había unido.

Otras dos personas trataron de hacer que la boca les dijera qué pasaba con el lechero, pero la boca dijo:

—Ya hablé, si no resuelven la adivinanza sabrán ciertas cosas.

Otro señor se acopló y quiso ayudar. Lo pensó varios minutos, pero no dio respuesta. “¡No sé! ¡El aire!, ¿qué tiene que ver el naranja? No puedes ponernos una pregunta tan difícil”, dijo, claro, omitiendo las consonantes.

—Qué vaciado, no pensé que fueran tan idiotas. ¿Qué demonios podemos esperar, siempre nos usan para comer porquerías? Por si no lo sabían, él es el culpable de que mueran en los incendios, no el fuego, el de naranja. ¡Imbéciles! ¡La respuesta es el humo!

Y, complementando su burla, la dentadura continuó: quiero que, esta noche, vayan con trinches y antorchas a la casa del presidente, a ver qué cochinadas descubren en su caja fuerte. Aún mejor, ¿por qué no voltean en lugar de pensar en adivinanzas? ¡Vean eso!

—¡Fuego, fuego!—exclamó una chiquilla.

Efectivamente, dos casas estaban en llamas, producto de la piromanía bucal, como los fuegos bucales tan odiados. De la fachada salieron más de seis dentaduras con bolsas enormes y se dieron a la fuga. Incluso con ese peso no pudieron alcanzarlas. Eso de que la mordida humana es de las más fuertes no es mentira. De ahí en adelante las cosas empeoraron: incendiaban casas a veces, pero eso no era lo preocupante. Resulta que, como tenían vida y talante propios, también se alimentaban. Vaya mafufada, y yo creí que La nariz de Gógol era campeona en sinsentido. Si tan sólo este pueblo hubiera conocido a los rusos.

A las semanas encontraron a las vacas y burros mordisqueados; el pasto apareció podado; le hacían un favor a sus dueños. Una mujer aseguró haber sentido unos dientes debajo del calzón. Se despertó en la madrugada y oyó que algo se escapaba por la puerta del cuarto; sintió comezón en las piernas, muy abajo. Se revisó a un costado de la entrepierna, ¿qué encontró en ese agujero? ¡Estaba lleno de sangre!; los doctores no quisieron atenderla gracias a los colmillos enterrados —estoy casi seguro de que, de las cosas sucedidas, esa fue repugnante, pero hubo peores que mejor no se las cuento—. Otra noche, una nueva dentadura la espiaba al dormir, tal vez la de su vecino. La mujer, segura de su venganza, se levantó de la cama en silencio y, sin prender las luces, bajó a la cocina. Descubrió a la dentadura haciendo un cochinero: había tirado el agua de una jarra. Tazas rotas y palillos chinos que tendría que ordenar. Le pareció extraño cuando vio a la boca petrificada. Estaba, si me permiten decirlo, comiendo algo. Somnolienta, ella no distinguió lo que mordisqueaba. Pero la cosa no escapó, se quedó quieta, volteada en dirección a su anfitriona. De repente la mujer entró en consciencia y tomó acción. Impulsada por la ira, le quitó el trozo, agarró un cuchillo y se lo clavó a la dentadura. La mujer acabó teniendo siete piezas carnosas. Se sintió aliviada, y de paso, se dio cuenta de algo clave.

Esa chica, que le avisó lo sucedido a sus vecinos, excepto al hombre del que sospechaba, fue su dental acosador, dedujo un elemento importante: los dientes no huían si se les veía comer; era una suerte de vergüenza íntima, que sus amos los vieran, ¡qué horror! Los vecinos estuvieron de acuerdo y testificaron experiencias parecidas. Varios más confirmaron lo mismo. Ante todo llegaron a esa conclusión; si se les cachaba comiendo, no huían. Aunque los dientes no eran tontos, eran canijos. Así como la que mordió a la mujer, las demás seguían el ejemplo; robaban, saqueaban y se llevaban lo que fuera para masticarlo. Los chicles, que no temían en descomponerse, fueron robados. El pueblo empezó a temer morirse de hambre. Como ya fue dicho, las turbas se habían armado. Pero una vez seis personas acordaron una expedición en la que no descansarían hasta encontrarlas. Trinches, cuchillos, redes y sacos en mano, no iban a lastimar a sus propias bocas, sólo planeaban intimidar.

El plan fue llevado a cabo. Fallidos intentos de capturar a las bocas y ese día tuvieron éxito. A ese punto ya llevaban mes y medio chimuelos. Los seis, conformados por dos mujeres y cuatro hombres, se congregaron en una avenida. Como de costumbre, se encontraron a una boca, y la cacharon comiéndose una tostada. Un largo correteo por el pueblo y dieron con ella en el bosque. Casi se desmayan por lo que descubrieron: un nido, una plaga de lo que creyeron, eran todas las bocas del pueblo, reunidas en un campamento o algo similar. Era un basurero gigante con los desechos de la comida robada; las bocas devoraban su banquete.

“¡EEhh desengan so!” gritaron al unísono los cazadores. Las bocas se petrificaron a lo previsto. Los seis pusieron mano en una red gigantesca que trajeron. Corrieron hacia ellas y las iban atrapar cuando un señor dijo:

— ¡OOOO! eeren, eeren muaos, noeos eso la ee lon yum oetles, la lalimalemos.

Traducido es, más o menos: “No hagan eso, las redes son muy duras, las van a lastimar.”

El señor tomó la red y se fue corriendo a su casa. La rellenó de sábanas, almohadas y lo que halló para acolchonarla bien. Cuando regresó al bosque todo seguía igual. Ahora sí, los seis se acercaron a las dentaduras, listos para recuperarlas.

—Estamos satisfechas de lo que les robamos. Sus ganados gorditos nos llenaron la panza. Pero para atraparnos deben resolver una adivinanza. —dijo una boca con dientes podridos. Estoy vivo si alguien me posee. Mi trabajo es aplaudido y soy el mejor amigo del zapato. Qué…

— ¡Aaaaeeee! —contestó una mujer.

Agarraron el saco y las despacharon. Tras fuertes amenazas y un buen intento de convencimiento, las demás llegaron para ser encerradas. Era una estampida rosada que parecía una coordinada máquina de juguete. Uno de los señores fue en busca del resto del pueblo para que reclamaran su boca. Y llegaron. Todos, uno por uno, recogieron su dentadura y se la metieron en público. Descubrieron nuevas aftas, caries, un mal sabor de boca y lo peor: dientes sarrosos y llenos de comida atorada hasta atrás de las muelas; más adelante ordenarían una carga de hilo dental. El espectáculo duró hasta el anochecer, pues la fila llegaba a los bordes del bosque. Tuvieron náuseas y mucha comezón esa noche; tampoco usaron el cepillo, era demasiado doloroso. Así se fueron a dormir.

Amaneció con un cantar del gallo renovado, porque ellos igual perdieron sus picos. La gente reanudó sus actividades, pero había algo extraño: todos se miraban con ganas de apabullarse a madrazos. Pues bien, les carcomía una pregunta fundamental: ¿cómo demonios sabían que, en efecto, las dentaduras que tenían eran las suyas? Al final, cada una era idéntica y la única variación era la porquería específica. Que el lector imagine las implicaciones de ese hecho. No pudieron comprobarlo y se quedaron pensando en esa sórdida verdad. Ya lo dijo nuestro querido Gógol: “sucesos por el estilo ocurren en el mundo. Pocas veces, pero ocurren”. Si lo que les narré aconteció en México, no quiero ni imaginarme a India, por ejemplo. Si lo anterior fue con un fregado paquete de carne, imaginense lo que pasaría con juguetes sexuales, ¡o la asquerosa comida callejera de Delhi!


Michael Velázquez Flores, un joven autor mexicano que ha publicado diversos relatos en revistas. He publicado en revistas como "La Tabla Esmeralda" de Axel Leandro, "El axioma revista", "Retazos de ficción", "Dogevena toximorox" y quedé seleccionado en la edición antologia gore 2024 de Editorial Lebrí.