
Los paseos
El vínculo entre una persona y un perro refleja no solo el deseo de amor incondicional, sino también la desconcertante relación entre la inocencia y el riesgo. ¿Qué sucede cuando la confianza se enfrenta a lo desconocido?
LITERATURACUENTO
María Navarro
4/19/202513 min read


Siempre quise tener un perro, especialmente uno grande. Cuando era chica, en mi camino al jardín, me cruzaba con un siberiano. Parecía salido de una película. Era inmenso y tenía ojos de colores distintos, uno verde y otro celeste. Todas las mañanas lo veía tirado en la entrada de su casa. En esa época se estilaba dejar a los perros afuera, sueltos y sin siquiera un collar. Cuando lo veía, me desesperaba. Me le tiraba encima como si fuera un almohadón. Al principio, mi madre gritaba mi nombre, asustada hasta los huesos, y me arrancaba del siberiano tirando de mi brazo. Pero con el tiempo se relajó, comprendió que el perro no tenía intenciones de ni siquiera de moverse. Sin embargo, siempre comentaba que si el animal me arrancaba media cara, iba a ser exclusivamente culpa mía. Yo aceptaba ese riesgo y día tras día, me lanzaba encima suyo. Hasta que un día no lo vimos más.
Durante mi niñez y adolescencia, me la pasé mudándome de monoambiente a monoambiente. Con mi mamá vivíamos la una encima de la otra. A los veinte conseguí trabajo en un bar y pude mudarme a… a otro monoambiente. Recién a los treinta, cuando me junté con mi novio, pude saber lo que era vivir en una casa.
—¿Y qué tal si adoptamos un perro? —le pregunté a Andrés.
—¿Y qué tal si nos calmamos? —respondió. Tuve que insistir durante varios meses, enumerando listas infinitas de las ventajas de adoptar a un perro, hasta que finalmente -y probablemente por cansancio- aceptó.
Santo llegó a casa la semana de Navidad. El plan era adoptar una cachorra, una blanca con manchas negras, medio barbicha. Cuando nos contactamos con la señora de la Protectora de animales, ya la habían adoptado. Sin embargo, nos dijo que si queríamos adoptar un perro, ellas tenían otro: uno un poquito más grande de edad, de tamaño mediano. Nos aseguró que venía con todas las vacunas e, incluso, con alimento para un año. Nosotros, medio fantasiosos, le creímos.
Santo vino con su nombre. Nos dijeron que se portaba como un santo. Lo habían encontrado en una zanja en Fuerte Apache, con el cuello abierto y agusanado. Ahora estaba sin agujero, pero escuálido y con miedo. Sin embargo, ni bien puso una pata adentro de casa, se encargó de mear tres paredes y el sillón. Andrés me miraba con odio mientras pasaba la mopa empapada en lavandina. Yo sólo podía mirar a Santo. Estaba fascinada. Era inmenso, debería llegarme a la cintura, y tenía el pelaje negro negrísimo. Estaba algo opaco, como sus ojos llenos de cataratas. Su cola era un plumero gigante y tenía un dedo de más en una de sus patas traseras. Era como un dedo bobo, salía del costado de la pata y no se movía con el resto. Me encantaba ese dedo bobo.
Con los días fue aflojando el temor y mostró ser un perro muy cariñoso. Siempre nos recibía a los saltos, con las patas abiertas para abrazarnos el torso. Nos seguía ambiente tras ambiente, excepto en la hora de la siesta. Y la mayor parte del día era horario de siesta para él. Le habíamos puesto una camita en la habitación, pero no la usaba. Le gustaba dormir en nuestra cama, entre nosotros de ser posible. Al principio, Andrés lo hacía bajarse de la cama, pero a los días le ocurrió lo que le ocurre al 90% de los varones: se enamoran de la mascota a la que juraron que jamás amarían.
El único momento en el que ninguno de los dos lo dejaba subirse era cuando queríamos coger. Santo no entendía directas ni indirectas. Él pensaba que nosotros estábamos jugando y quería sumarse. Se subía de un salto a la cama y nos miraba con la lengua caída para un costado y una sonrisa que mostraba algunos de sus dientes rotos. Si lo empujábamos al piso, volvía a saltar y se metía entre nosotros. Era capaz de pisarnos brazos, tetas, piernas, torsos y huevos con tal de ser parte. Si lo encerrábamos afuera de la habitación, abría la puerta. Así que lo encerrábamos en el living, a dos puertas de distancia, y corríamos el zapatero de madera contra la puerta. Después de toda esta cantinela, remontar la libido era una tarea monumental.
Por las mañanas, Santo empezaba a dar vueltas por la habitación y a murmurar con sonidos de alce para despertarnos. Cuando ya estaba demasiado inquieto, volvía a subirse y nos apoyaba la nariz fría en la cara. Eso significaba que quería salir. Apenas bajaba el sol, se ponía a saltar como caballo retobado, moviendo la cola sin parar y golpeando algún que otro mueble y maceta. Otra señal: era hora del paseo nocturno.
Yo me encargaba de sacarlo por el barrio, ese había sido el acuerdo con Andrés. Santo tenía que salir con bozal, no se llevaba bien con otros machos. Los olía a una cuadra de distancia y se ponía en posición de caza. A veces, incluso, intentaba esconderse en la entrada de algún edificio, esperando a que pasara el otro perro y sorprenderlo con su ataque. Yo lo tironeaba, con la poca fuerza que tenía, hacia el lado de la calle y lo agarraba fuerte del pretal para dejar pasar al enemigo sin ningún inconveniente. Santo saltaba y ladraba igual, con un ladrido bien profundo y primitivo. Cuando el perro se había ido, Santo seguía enfurecido y se desquitaba meando alguna pared y rascando el suelo con fuerza, como si intentara cubrir su olor con tierra imaginaria.
Los paseos matutinos eran más cortos. Caminábamos diez cuadras a la redonda y volvíamos a casa para que yo pudiera irme a trabajar. En cambio, los paseos de la noche eran largos y relajados. Íbamos haciendo zig zag por la zona de la plaza y después de un buen rato, emprendíamos la vuelta. Prefería llevarlo por calles tranquilas. Si era posible, cortadas o pasajes, lo que fuera para evitar el contacto con otros perros. Por la avenida sólo caminábamos un par de cuadras y era trágico: siempre nos cruzábamos con, al menos, un par de bulldogs francés, los enemigos por excelencia de Santo. La veterinaria nos había explicado que muchos perros tienen esos problemas con los bulldogs, porque al ser perros que no pueden mover las orejas ni respirar bien, los otros perros quedan desconcertados.
Mi calle preferida era un pasaje diminuto con casas explotadas de plantas y ni un edificio a la vista. Santo siempre relajaba en ese lugar y podía, finalmente, hacer caca. A unas cuadras, en una esquina, había una funeraria poco concurrida y una fábrica de sanguchitos de miga al lado. Enfrente, un tallercito de madera. Andrés creía que estaban los tres locales conectados: uno hacía los ataúdes, otro el catering, y la funeraria usaba ambos.
Aunque era divertido pensar en esa triangulación conspiranoica, la maderera no hacía ataúdes. Se dedicaba a hacer muebles a medida y marcos para cuadros. En la puerta había un paraíso y le habían hecho todo un cerco con, lo que parecían, patas de una cama bien lustradas. Dentro del cerco, al lado del árbol, había un palito que rezaba “Rocky” y un malvón empezaba a crecer, un poco tímido, al costadito. Se ve que era una tumba improvisada para una mascota querida. A Santo le encantaba mear árboles prohibidos, pero cuando vi lo de Rocky, le pegué un tirón a la correa cortándole el chorro de pis.
Por las mañanas, desde dentro de la maderera nos saludaba un señor viejito que se la pasaba lijando y desparramando el polvillo con soplidos. De noche, la maderera dejaba su cartel luminoso encendido, como si fuera un faro para los paseadores nocturnos. También dejaba a un salchicha tricolor encerrado ahí adentro. El bicho tenía el lomo negro con manchas marrones claras y las patas y el pecho beige. Me hacía acordar a otro perro del barrio a los vecinos llamábamos cariñosamente “Mentira”, por sus patas cortas. Pero este, a diferencia de Mentira, tenía mechones de pelo largo, como injertos hechos por Victor Frankenstein o por Leonardo, el peluquero de la esquina de casa que hacía peluquines bastante cuestionables.
Santo se pegaba a la puerta de vidrio de la maderera hasta que el salchicha reaccionaba, se estiraba y se acercaba a saludarlo. Los dos se quedaban un rato mirándose tras el vidrio, pegando las narices y moviendo las colas. A veces se correteaban, cada uno de su lado, con piques cortos que iban de una punta del local a la otra. Era muy gracioso ver al salchicha intentando mantener la misma velocidad que Santo, pero Santo parecía esperarlo, hacer los piques más lentos, menos ágiles, más parecidos a los torpes movimientos del salchicha. Seguían así unos minutos, hasta que Santo se distraía con el ruido de una moto o una bicicleta, o con sus ganas de seguir marcando el barrio con meo, y seguíamos camino. El salchicha se quedaba de su lado del vidrio, jadeando, y mientras nos alejábamos lo veía irse hacia el interior del local y desaparecer.
A las semanas de adoptarlo, notamos que en la boca de Santo había un bulto, pequeño, de un rosa intenso, que crecía sobre su colmillo izquierdo. Después de varios análisis y una tonelada de plata, nos dijeron que posiblemente fuera un tumor. Ahora teníamos que hacerle unos estudios para ver hasta dónde estaba agarrado el bulto y saber si era extirpable. Teníamos que sacarle unas placas a los maxilares y, para eso, necesitaban anestesiarlo. Le hicimos un electro y nos dieron el visto bueno. Ahora tocaba ir a una veterinaria especializada en placas. Cuando llegamos, nos recibió un recepcionista. La clínica tenía las paredes pintadas con plomo y, encima, un par de manos de un bordó oscuro y horrible. Llenamos una ficha, firmamos para desresponsabilizar al lugar si Santo moría y nos preparamos para entrar al consultorio. Las luces estaban tan bajas que tuvimos que aguzar la mirada. Subimos a Santo a la camilla de metal. A los minutos llegó la doctora. Nos dijo que había que abrirle la boca de par en par y sostenerlo así por un par de segundos para que la técnica pudiera tener imágenes claras.
Para volver a casa, pedimos un remis de mascotas. Santo estaba muy dopado para poder caminar. Cuando llegamos, lo pusimos sobre la alfombra, con una almohada debajo de su cabeza y lo tapamos con una manta. No hacía frío, pero nos recomendaron arroparlo. La anestesia enfría a los cuerpos. En la cama no podía estar: si se despertaba medio drogado y trataba de saltar, había peligro de que se lastimara. A las horas Santo se despabiló. Seguía medio atontado, pero nos reconocía.
Las placas tardaron unas horas en llegarnos al mail. El informe era ilegible, tenía un lenguaje técnico indescifrable. Al día siguiente, fuimos los tres a la veterinaria. No tiene hueso comprometido, nos dijeron, y tanto Andrés como yo suspiramos de alivio. Ahora había que operar, sacar ese bulto que le molestaba y lo hacía estornudar sobremanera. Mientras nosotros conversábamos, Santo miraba, como en trance, las bolsas de comida que estaban al lado suyo. El olor a alimento seco se mezclaba con el olor a químicos y lavandina que inundaban el local. Yo miraba los juguetes colgados en la pared y pensaba en todos los que le quería comprar Andrés miraba su billetera y, casi con lágrimas en los ojos, desembolsaba la seña para el turno de la operación; ya habíamos empezamos a contar hasta las monedas del chancho para cubrir los gastos.
Mientras esperábamos que llegara la fecha los días se volvieron largos y se cargaron de intranquilidad. Santo era un perro ya mayor y la anestesia no era una joda. Ya había sobrevivido a la placa, así que teníamos esperanzas. Pero con Andrés estábamos preocupados… ¿y si había sido suerte?, ¿y si esa suerte no se repetía? Queríamos que todo terminara de una vez. Teníamos la billetera pelada y la ansiedad al taco. Sin embargo, Santo tenía que seguir con su vida normal, con sus paseos matutinos y nocturnos, y nosotros teníamos que trabajar.
Enero estaba siendo más cruel de lo habitual. Las mañanas eran húmedas y por las noches, con tanto cemento y pavimento cargados del sol del día, sentíamos como se nos derretía la piel. Pero Santo hacía caso omiso al calor, él quería salir de todos modos. Aunque tenía un pelaje espeso, no se lo veía inquieto, aunque quizás sí más letárgico durante las tardes. Por las noches revivía y enfocaba toda su intensidad renovada en hincharme para ir a pasear. Y así lo hacíamos. Me ponía un par de shorts de jean, un remerón de dormir un poco manchado y los auriculares, y salíamos por el barrio a dar la vuelta del perro. Cruzábamos la avenida, nos metíamos por las callejuelas de casas bajas y respirábamos el aire pesado con olor a las enredaderas de jazmín. Mientras tanto, Santo se encargaba de mear todo lo que estuviera a su paso, menos la tumba de Rocky.
El salchicha sí parecía sufrir el calor, se lo veía más desdibujado, con la cara marcada por el verano y esos pelos locos despeinados por las noches de mal dormir. Pero eso no impedía que se levantara para saludar a Santo y comenzara su ritual nocturno. Me hubiera gustado sacarles una foto, cada uno de su lado del vidrio, con la boca abierta en forma de sonrisa idiota y los ojos entrelazados. Era su fiesta privada y yo, una mera invitada.
El día de la operación llegó y con Andrés estábamos que nos comíamos las uñas. Santo seguía feliz en su ignorancia, aunque algo molesto por sus muchas horas de ayuno. Salimos a la calle, dimos un par de vueltas, resistiéndonos al momento de la operación, pero finalmente nos rendimos y encaramos para la veterinaria. Santo no ofrecía resistencia: ir a la veterinaria era ir al lugar donde había olor a comida. Nos esperaban dos doctoras ya listas para comenzar. Nos explicaron qué iban a hacerle y cómo, los riesgos de la anestesia y los tiempos de recuperación. Con Andrés estábamos de la mano y sentía como sus uñas se iban clavando en mi carne. Estaba más nervioso que yo.
—¿Trajeron la manta? —preguntó una de las veterinarias.
—¡Pero la puta madre! —contesté enojada.
Me la había olvidado sobre la mesada. La necesitaban para taparlo por la anestesia. Le pedí las llaves a Andrés y le dije que se quedara con Santo, que yo ya volvía. Corrí y volví con la manta para que Santo no pasara frío sobre la mesa de operaciones.
—Si quieren, vayan a dar una vuelta y vuelvan en una hora y media –dijo la otra veterinaria.
Asentimos y nos fuimos a la vuelta a tomar un helado. Cada uno pidió un cuarto y se nos ocurrió ir a caminar algunas cuadras para tratar de relajarnos. La espera nos caía fatal. El sol ya no pegaba con tanta bronca, pero el calor del aire volvía caldo los helados. La suela de las zapatillas parecía fundirse con la vereda. Sin darnos cuenta, un par de cuadras después terminamos en la tumba del Rocky, o al menos donde solía estar: los del gobierno habían talado el árbol y picado toda la vereda hasta llegar a los caños de agua, un par de metros por debajo de la superficie.
—Acá estaba la tumba del Rocky —le dije a Andrés. Tenía ganas de llorar.
—¿Rocky? —preguntó, medio perdido.
—Rocky, el que te conté que tenía una tumba con un malvón encima.
—Ahhhh, sí. Qué pena, che…
Me di cuenta de que él no entendía. Di unos pasos y me quedé parada frente a la vidriera de la maderera. Adentro estaba el viejo de siempre, lijando una mesa de pino. Decidí entrar, quería saber más sobre Rocky. Toqué la puerta y el señor se acercó a abrirme. Pasé y me quedé muda.
—Buenas, ¿la puedo ayudar con algo? —preguntó el viejo.
Seguía muda de la vergüenza.
—¿Señorita…? —insistió.
Se ve que Andrés vio la escena desde afuera y decidió intervenir, salvar mi parálisis de lengua para evitar que me convirtiera formalmente en la loca del barrio.
—¡Hola, jefe! —dijo Andrés. Odiaba cuando llamaba maestro, jefe, máquina, genio, capo y etc. a otros hombres. Detestaba ese lingo interno entre machos. Sin embargo, Andrés, a diferencia de mí, sabía cómo comportarse socialmente. – Quería saber si es tan amable, si podría contarnos un poco de la historia de Rocky. Vimos que tenía su tumbita en la puerta y que la acaban de levantar, y mi novia pasa siempre con nuestro perro por esta vereda, le picó la curiosidad. –continuó hablando, como si yo fuera una nena incapaz de hablar. Y en ese momento, lo era.
—Uh, ¡no me esperaba esa pregunta! Justo hoy que… —respondió el viejo con una media sonrisa bastante deprimida y se fue para un tablero de corcho que tenía atornillado en una de las paredes. Estaba lleno de fotos. Sacó una chinche y volvió con una entre las manos. —Miren, este era El Rocky. A veces me parece que lo veo corretear por el taller, pero es un reflejo viejo, ¿viste? —dijo con los ojos brillosos.
En la foto había un salchicha tricolor, con los mismos ojos bobos que nuestro salchicha tricolor, los mismos pelos injertados por un cirujano desquiciado, las patas cortas que me recordaban a Mentira y la trompa alargada que siempre nos apoyaba del otro lado del vidrio. El Rocky era idéntico al salchicha de los paseos nocturnos. No puede ser, pensé, e intervine mientras Andrés se dedicaba a elogiar al perro de la foto.
—Disculpe, señor, ¿usted tiene otro perro ahora? —titubeé.
—No, señorita, no quiero volver a sufrir como con El Rocky. Uno se encariña mucho con los animales y después se van, así sin más. Uno queda vacío, es como perder a un hijo, vio…
Me di media vuelta y encaré para la salida. De fondo escuchaba a Andrés agradeciendo y despidiéndose del viejo. Sin darme cuenta, empecé a caminar rápido, sola, y terminé corriendo. Andrés me gritó algo indescifrable y yo le devolví, chillando, un “te veo en la veterinaria”. Corrí una, dos, tres cuadras sin parar, pero el bazo me hizo parar la marcha y seguí trotando, agarrándome el costado del estómago como si me hubieran apuñalado. Miraba al suelo y las lágrimas de susto e impaciencia caían como cohetes.
Estaba a la vuelta de la veterinaria cuando volví a correr. Media cuadra, esquina, un poco más de cuadra. Ya casi… Levanté los ojos y lo ví: Rocky estaba en la puerta de la veterinaria.
—¡Rocky! —grité. El perro giró y me miró, con esa lengua estúpida colgándole para un costado de la boca. —¡¡¡Rocky!!! —volví a gritar. Y el Rocky entró a la veterinaria.
Corrí lo que quedaba de cuadra y llegué. Toda empapada en sudor, toqué el timbre. Pasaron unos minutos y Andrés llegó con un trote ligero. Me estaba preguntando qué carajo me había pasado cuando la veterinaria abrió la puerta.
—Santito ya está listo —dijo sonriendo. —Está un poco dormido, pero fue todo bien. Pudimos sacarle el bulto que tenía sin problemas. Salió rápido, por suerte.
—¿Lo puedo ver? —pregunté y antes de terminar de escuchar el sí, entré en el consultorio, me le abalancé como si fuera una almohada gigante y metí la cara entre los pelos de su cuello.
Nací durante el Menemato y, desde ese momento, no paro de envejecer.Soy una eterna estudiante de Historia que trabaja como docente, aún teniendo pánico a dar clases. Vivo en la casa de dos perros que piden, piden, piden, sin piedad ni descanso, y en el barrio me conocen por ser una prolífica asesina de plantas.Instagram: @the_croquette / @impiousmary
