Mundos paralelos

Un hombre atrapado entre mundos paralelos —el del lujo navideño y el de la miseria cotidiana— cruza un umbral moral al cometer un asesinato que lo devuelve, sin culpa, a su dimensión marginal.

LITERATURACUENTO

Juan Pablo Goñi Capurro / Argentina

5/27/20259 min read

Se topó con la Navidad apenas llegó al centro. Carteles en los comercios, ridículos adornos de mal gusto empobreciendo las vidrieras, muñecos con gorros rojos y barbas blancas en plena ola de calor decembrino. Y arbolitos; no había un negocio, una oficina o un banco que no tuviera su pino decorado. Pequeños ejemplares auténticos en sus macetas, patéticos arbolitos de chapa y hojas metalizadas, árboles de plástico, de madera o de papel. Mársico se preguntó si en su barrio vivían una realidad paralela, donde no había navidades ni fiestas, un mundo de otra dimensión donde era imposible pagar los precios de los artículos que también mostraban los escaparates.

A poco de andar por la calle principal entendió que no; ajenas a las propuestas ofrecidas por los comerciantes, las personas transitaban las veredas con aire decaído, brazos flácidos y pasos casi arrastrados. Ningún semblante reflejaba la alegría que pretendían instalar las publicidades que contaminaban la vista de los transeúntes; en los comercios, la actividad más intensa era la interacción de sus dependientes con los teléfonos celulares. Mársico se sintió mejor, no era el único al que diciembre se le había venido encima. Los coches que circulaban no eran más que los habituales de un mediodía, más urgidos por hallar estacionamiento que por deleitarse con los juguetes o ropas que intentaban tentarlos detrás de los vidrios.

Consciente de haberse distraído, Mársico se detuvo delante de una panadería. Hacía cuatro meses que no pasaba por el centro, buscó la numeración para asegurarse de no caminar demás. Las referencias no eran confiables, los locales mudaban seguido de ocupantes, la crisis no se detenía por las fiestas navideñas; confiarse en una marquesina era arriesgarse a salir de la zona comercial sin haber dado con su destino. Por fin encontró un número al costado de una puerta que conducía a un piso de alto, entre una zapatería y un local donde vendían ropa de surf. Surf en una ciudad mediterránea, negociantes optimistas pensó al reanudar la marcha; le faltaban dos cuadras para el despacho de Pereyra. Dedicó ese tramo a mirar mujeres, uno de sus deportes favoritos; en el barrio no caminaban tan bien vestidas ni maquilladas con tanto esmero.

El estudio de Pereyra era un residuo de otras épocas, una casa baja que había escapado del ansia renovadora de una ciudad esmerada en destruir su pasado cada veinte años. Se mantenía desafiante en su pequeñez, comprimida por la espaciosa sucursal de una cadena de electrodomésticos a la derecha, y un no menos amplio local de venta de ropa a la izquierda, ambos muy altos a pesar de contar con una sola planta. Ventana de persiana cerrada a toda hora y una puerta de madera pintada de blanco, sin la acostumbrada chapa que los profesionales colocan en sus oficinas, era lo que ofrecía el despacho a quienes transitaban por allí.

El timbre sonó con la estridencia característica de los primeros timbres. Mársico sabía que la puerta, pese a su vetustez, poseía un sistema de apertura controlado desde el escritorio de Bettina, la secretaria que Pereyra había adoptado para que hiciera juego con los muebles y el empapelado en tono celeste de las habitaciones. Un zumbido le hizo saber que podía pasar.

Lo recibió el mismo abogado, con el saco gris que constituía su personalidad tanto como las patillas largas o el lunar junto a la nariz. La sala de espera contaba con dos sillones bajos de cuero curtido y desgastado, el escritorio de Bettina y una silla. El antiguo vestíbulo comunicaba con un pasillo; lo conocía también, tenía a un costado la puerta del despacho, luego el baño y al final la cocina de la casa paterna del abogado.

—Adelante, te esperaba.

Al pasar junto al escritorio de Bettina, Pereyra se inclinó. Mársico supuso que desactivaba el timbre. Pensó que también desconectaría el teléfono fijo, pero no fue así; la respuesta estaba junto al aparato, poseía un contestador automático.

El despacho en sí no era más amplio que la sala. El escritorio era más grande —madera oscura, firme—, los visitantes quedaban comprimidos contra la pared. Sobre él, un busto sólido con el rostro serio de Sarmiento imponía silencio, reforzaba la autoridad del letrado. Carecía de ventanas; en ese momento estaba encendida sólo la lámpara de pie, situándolos casi en otro siglo. Volvió a Mársico la sensación de las realidades superpuestas, ¿qué tenía que ver esa habitación con sus muebles antiguos y su lámpara de pie, con la calle soleada por la que había llegado? Ni calor hacía en el interior, pese a la ausencia de refrigeración.
—Debo decir que Deborah no está contenta.

Deborah nunca estaba contenta, era su oficio mostrar su descontento al mundo. Había gente que iluminaba la vida de los otros, Deborah la oscurecía, su presencia era una cortina que apartaba el sol de su camino, sus palabras demolían cualquier expectativa optimista de la vida.

—Era lo que nos...

Pereyra alzó la mano para detener la explicación de Mársico. El abogado la conocía más, resultaban redundantes los justificativos ante las opiniones tajantes de la mujer de ojos gatunos. La réplica era un concepto inexistente en su vocabulario.

—Requiere una nueva intervención, descartó lo que hiciste. En una semana tiene que estar listo.

Las manos de Pereyra se apoyaron sobre el escritorio como quien espera en un restaurante que coloquen entre ellas un plato de comida. Mársico siguió los rayones en las oscuras patas del escritorio, así ocultó su contrariedad. Planeaba salir con dinero del encuentro, Deborah no era la única mujer exigente. Pasó la lengua por el pellejo de la boca, de soslayó observó la postura de su anfitrión, tan serio y gris como Sarmiento. Pereyra tenía los labios juntos, la papada hundida hacia atrás por el mentón, como si buscara la respuesta en la gestualidad del visitante.

—¿Entregó dinero?

—La conoces, nunca paga antes de quedar satisfecha. Pero si quieres un adelanto para las compras navideñas, pues te lo doy yo, no tengo problemas, ¿Cuánto precisas?

¿Compras navideñas?; antes de salir de su casa había sumado las cuentas atrasadas del servicio eléctrico, el agua y los teléfonos, la paga de Deborah cubría apenas la mitad de la suma adeudada. Esta vez no logró ocultar su desilusión a los ojillos claros del letrado.

—Pero, Mársico, ¿cómo no me has dicho que estabas en problemas?

El abogado abrió un cajón, extrajo un fajo de billetes de cien. Contó veinte, los colocó sobre la foto de una mujer delgada que había bajo el vidrio que cubría el escritorio. Las callosas manos de Mársico juguetearon entre las rodillas, fuera del alcance de la vista del abogado.

—Lo primero es lo primero, compras una buena carne, haces un asado y, de paso, adquieres regalos para Liz y tus dos críos. La navidad es sagrada, viejo, un niño sin navidad es un niño condenado.

Pereyra empujó los veinte billetes hacia el borde opuesto del escritorio; Mársico los guardó en el bolsillo delantero del jean. Estaba intrigado, el abogado no tenía esos gestos, ¿de verdad pensaba que adquiriría cosas para la navidad?

—En serio, Mársico, no gastes el dinero en otra cosa. Aguarda, escribe aquí el número que adeudas.

Le pasó una agenda; para el día no figuraban citas. Pereyra no había asentado el encuentro entre ambos y había quitado del medio a su secretaria; Mársico temió la propuesta que vendría. Sin embargo, escribió el total requerido, incluyó el resumen de la tarjeta de crédito que vencía el 27 de diciembre.

—Interesante, te has descuidado con los servicios, ¿me equivoco?

Se equivocaba; no era un descuido, era necesidad. De todos modos, Mársico movió la cabeza dándole la razón, la actitud adecuada frente al que poseía dinero para aliviar sus ansiedades. No era la primera vez que se encontraba en una encrucijada así, desvalido ante quien podía ofrecerle soluciones; había aprendido que estos seres precisaban varios gestos de sumisión antes de soltar el efectivo. Sentirse perspicaces o inteligentes o intuitivos —dioses, para abreviar—, eran el plus que requerían sus actos benéficos.

—Te ofrezco eso y algo más, hasta que Deborah me dé las coordinadas de lo nuevo.

—¿A cambio de...?

La respuesta de Pereyra superó sus peores predicciones; no contento con señalar el objetivo, le detalló paso a paso cómo llevar a cabo la acción. Mársico palideció, repasó el rostro sonriente del rubicundo profesional en busca de una señal de broma sin hallarla, tuvo un acceso de tos.

—¿Qué mejor que la Nochebuena? Entregar los regalos y salir a dar una vuelta para despejarte, la excusa perfecta. Son apenas nueve cuadras.

Diría que sí, no le quedaban opciones; los dos sabían que diría que sí. Pereyra empezó a contar los billetes, Mársico se había tendido hacia atrás en la silla; asumió que daría el paso definitivo, ese del que no se podía volver. Pereyra llegó a la suma escrita en el papel, ojeó el semblante abatido del visitante, y contó veinte billetes más.

—Cuando llegue lo de Deborah, vas a nadar en dinero.

Mársico recogió los billetes, los colocó en el otro bolsillo delantero. Abultaban, ¿por qué no le había pagado con billetes de quinientos?

—No te lo prometo, pero trataré de pasar el 25 a saludar por tu casa, hace mucho que no veo a Liz.

Ni le importaba verla, iría a comprobar la ejecución del trabajo; ¿desde cuándo le interesaba la vida de su ex empleada de limpieza? O quizá tampoco era eso, solo la nombraba para recordarle que habían sido amantes. Ni eso, un polvo que, mientras Liz trabajó en esa misma casa con sus padres, Pereyra tuvo a disposición permanente. Mársico estaba convencido; pese a sus promesas, Liz correría a la cama del abogado si se le ocurría llamarla.

—¿Algo más que necesites? Cambia la cara, brinda en familia, haz luego lo tuyo y las cosas van a cambiar. El primero es difícil, luego será rutina.

¿Luego? No sólo era un paso límite, era el primero de los pasos límites. Se puso de pie con lentitud, en tanto Pereyra rodeaba el escritorio. Mársico se encontró con la adusta mirada del Sarmiento. El abogado llegó a su lado, le colocó una pesada mano en el hombro. Mársico procesó en alta velocidad el cúmulo de informaciones recibidas; estaban solos, nadie sabía de la reunión, Pereyra pretendía que matara por él a cambio de los billetes que había quitado de un fajo más grande, sacados a su vez del cajón. El resultado lo sorprendió, pero no se concedió tiempo a un segundo análisis que lo condujera al arrepentimiento; tomó el bulto de Sarmiento y lo hundió con potencia en la frente del alelado abogado. El hueso crujió, los pies se abrieron; Pereyra, con su saco gris y sus patillas, se derrumbó en el suelo del estudio.

Mársico se colocó a horcajadas sobre el hombre tendido; alzó el busto y volvió a descargarlo sobre la cabeza de Pereyra, tal como le había explicado el mismo abogado minutos antes. Comprobó que era acertado el sistema; la cara del letrado era un amasijo sanguinolento, pero él no tenía encima una sola gota. Sin nervios, como si para él fuera cosa de todos los días asesinar gente, recogió el dinero del cajón. Había cuatro fajos en total. Buscó en qué llevarlos; terminó quitando la bolsa del cesto de residuos. Arrojó papeles hechos un bollo sobre el cadáver, arrancó varias hojas de la agenda incluida la que había escrito, y rodeó con ellas los billetes; colocó el paquete de dinero en la bolsa plástica, luego la dejó sobre el escritorio de Bettina.

Con serenidad limpió lo que había tocado; utilizó el pañuelo que extrajo del bolsillo del saco del muerto. Pasó por el antiguo zaguán, recogió la bolsa. Se acercó a la puerta, tomó el picaporte con el mencionado pañuelo; sintió que se le aceleraba el pulso. Abrió rápido y salió a la vereda. El mismo sol, la misma actividad cansina; se echó a andar rumbo a la plaza, el paquete embolsado sostenido bajo la axila. Ni siquiera echó un vistazo a los seductores letreros que ofertaban felicidad en doce cuotas sin intereses, él no pertenecía a ese mundo. Regresaba a su plano existencial, donde nadie celebraba navidades ni nuevos años, una dimensión donde un hombre había salvado su vida gracias a su intervención y jamás se enteraría. Una dimensión donde Mársico era un hombre que hacía changas diversas para gente importante, subsistiendo a duras penas.

Alcanzó la parada de colectivo; arrojó con discreción el pañuelo de Pereyra en el cesto cercano. La jovencita de tatuajes en el cuello no le prestó atención, vaya a saber qué universo habitaba ella. El ómnibus se detuvo con los quejidos propios de un viejo fuelle. Mársico se permitió una sonrisa; la señora Deborah estaría molesta de verdad, llegaría la noche buena y sus canteros no estarían a su gusto. El micro cruzó el puente, se introdujo en las callejuelas que el hombre transitaba a diario; ni marquesinas ni vidrieras, solo las inscripciones en blanco sobre los pizarrones del mercadito. Mársico leyó la lista de ofertas; confirmado, en sus coordenadas no existía esa festividad llamada navidad, tan importante del otro lado del río.

Escritor, dramaturgo y actor argentino. Publicó: “Treinta secretos de la historia universal”, “Islas efímeras”, “El tango que te prometí”, “Soltando la mano”, “Bollos de papel”, “La puerta de Sierras Bayas”, “Mercancía sin retorno”, entre otros. Varios premios internacionales en novela corta, cuentos, microrrelatos, dramaturgia y poesías.