No me olvides

Un poeta maldito escribe para retener a su amada muerta, sin saber que cada verso es una súplica a la muerte y no un homenaje al amor.

LITERATURACUENTO

Renata Matkovic / Argentina

5/10/20254 min read

Los gatos no maullaron esa noche, ni la siguiente. Los sabuesos de la negrura, no obstante, aullaron toda la madrugada. Quizás, al igual él, sintieran el último aliento de la mujer que amaba.

Su cadáver aún conservaba la belleza inefable de antaño. Esa delicadeza estratosférica que podía hipnotizar hasta a los demonios más viciosos.

Su cabello largo, cual manto que la cubría estaba repleto de unas flores de un celeste pálido, casi lila. “No me olvides” se llamaban.

Dentro de un féretro la occisa conservaba esa vitalidad que alguna vez había tenido en vida.

Su piel aún parecía brillar y sus mejillas sonrosadas lo hubieran enamorado de nuevo.

Mas está visión tan repleta de vida, era una simple bernardina que sus ojos cristalinos le habían hecho creer con tal de no desfallecer. El poeta, la había visto como la primera vez que se conocieron.

Lo único que realmente estaba frente a sus ojos en ese cadáver, eran las flores. Éstas no eran más que un grito desesperado por parte de la occisa. Eran un reflejo de sus últimas palabras, aquellas que no llegó a terminar de formular y que crearon una intriga en él.

¿Qué le había querido decir?Lo único en lo que podía pensar era en el nombre de esas flores de cielo.

Todos se habían ido ya, no quedaba nadie a su lado tras haberla enterrado. La tierra ahora la sepultaba y no la vería en persona nunca más.

Ahora viviría en sus recuerdos, en sus memorias tortuosas. La vería bailando en su vestido rosado, tan pomposo y extravagante en aquel salón de baile iluminado por candelabros.

Lloraba y sus lágrimas se confundían con el rocío que caía sobre el césped. Él era el único que aún seguía visitando su tumba. ¿Por qué lo hacía? Si ya no tenía sentido ¡Debería dejar de hacerlo! ¡Debería dejar de pensar en ella! ¿Por qué no podía?

No había podido escribir desde su deceso. Sus odas y sonetos yacían olvidados y desperdiciados por su casa. No tenía sentido recogerlos, pues no habría quien los leyese. No había tampoco quién inspirase nuevos, pues su musa, su única inspiración yacía muerta y enterrada en un cajón.

Se lamentaba día y noche, incluso aunque hubieran pasado años ya. Se lo notaba delgado y enfermizo. Creían que portaba alguna peste y quizás lo hacía, pero no le importaba.

Antes alababa al sol y a las estrellas, ahora le rezaba a la muerte y a las flores secas. Sin embargo, una madrugada que aún se encontraba despierto y en su biblioteca, leyendo algunas de las églogas de su colega predilecto, encontró aquel impulso que necesitaba para volver a escribir.

Esa composición pertenecía a Garcilaso de la Vega y consistía en los lamentos de dos pastores, uno, padeciendo la muerte de su amada Elisa.

Sin embargo, por más que escribiera, derrochando versos cada uno más bello que el anterior, nada podía compararse a la presencia de su musa. Ningún elogio era comparable a lo inefable de su hermosura, ninguna rima era tan sonora ni diáfana como su voz y ningún verso era tan funesto como su muerte.

Acabó por preguntarse entonces por qué escribía en primer lugar. ¿Era para honrar a los muertos? ¿Era para alabar a los vivos? ¿Era por él? ¿Era por los otros? ¿Por la naturaleza? ¿Por Dios? ¿A quién le ofrecería sus poemas ahora que ella ya no estaba?

Ya sabía la respuesta. No escribía para nadie de los anteriores. Escribía para la muerte, para que ella le diera más tiempo de vida. Sus escritos eran una ofrenda y se los llevaría a ellos en lugar de a él. Por eso se la había llevado, porque se había enamorado de una humana y no de ella, la parca.

Lloró una vez más maldiciéndose, pero no paró de escribir. Creía que, si escribía la elegía perfecta, ella le devolvería a su amada Aurora.

Ella, tan blanca y clara como indicaba su nombre, aquella portadora de luz que el mismo Luzbel envidiaría yacía en sus sueños y fantasías. Era un espectro que lo asolaría y que viviría por siempre en esa elegía.

Escribió las palabras más eufónicas que pudo pensar. Su mano se movía poseída por la inspiración de las musas de Apolo. Se movía con la destreza con que Aurora bailaba en su vestido rosado.

Finalmente la acabó. Colocó el punto final y al levantar la mirada, una sombra frente a él halló.

No veía su rostro, pero solo por su silueta la reconoció. Sonrió, su amada había regresado y aunque diferente y siendo él incapaz de ver su rostro una vez más, volvió a enamorarse.

En su cabello llevaba entrelazados “No me olvides”

Pero una furia espectral lo asoló al verlas.

— ¿¡Cómo te atreves a llevar esas flores!?- gritó- Yo nunca te he olvidado. Incluso mi casa de flores he llenado. -dijo, arrojándole a la sombra un ramo de esas flores que tenía en su escritorio. -¿Crees que te he olvidado? Has vivido en mí cada segundo, en cada minuto, en cada palabra, en cada suspiro, en cada silencio. Siempre has vivido en mí y en mis versos. ¿Y aun así tienes el descaro de pedirme que no te olvide?... Aurora, te amo -balbuceó él ahogándose en lágrimas y saliva.

La sombra le acarició el rostro del poeta y susurró en su oído con voz dulce: -No le escribas a la muerte, escríbeme a mí.

Esas habían sido las últimas palabras que jamás había podido escuchar hasta ahora. La sombra entonces desapareció en un parpadeo, pero las flores de su cabello cayeron al suelo.

Al final, todo era como al principio. Estaba él y las “No me olvides” y ella ya no estaba.

Nacida en 2005 en Buenos Aires, obtuvo el segundo lugar en "SexualizArte" (2023). En 2024, apareció en las antologías Ríos cuando pienso, Historias de café II y ALBRICIAS. Sus cuentos y poemas han sido publicados en revistas como Writer Avenue y Kametsa.