
Territorio de máscaras
Máscara tras máscara, un actor se enfrenta al abismo de no reconocerse.
LITERATURACUENTO
Niurbis Soler Gómez / Cuba
5/27/20253 min read


El teatro estaba sumido en una quietud casi tangible, como si las paredes pudieran respirar con la memoria de viejas representaciones. El aire olía a polvo y a historia, a horas interminables de trabajo tras bastidores. La sala de los espejos reflejaba siluetas, atrapadas en la penumbra. Sobre una mesa polvorienta, una fila de máscaras reposaba en silencio. Cada una de ellas tenía un rostro diferente: una sonrisa amplia y falsa, una mirada desconfiada, un gesto de tristeza irremediable. Diego las había coleccionado durante años, con una devoción casi obsesiva, fascinado por cómo una simple pieza podía transformarlo en alguien distinto. Cada máscara era un pasaporte hacia una vida ajena, un escape de su propio rostro, que le parecía tan plano, tan carente de historias.
En una tarde gris y melancólica, Diego se dio cuenta de que ya no quería seguir con ese juego. Se había levantado del sillón del camerino con la sensación de estar arrastrando un peso invisible sobre sus hombros. Sus pasos resonaban débiles, vacíos, como si todo en su ser estuviera agotado. El espejo que cubría casi toda la pared del camerino lo esperaba, impasible. Cuando se miró en él, no vio un hombre, sino una figura desdibujada, una sombra que solo reflejaba una vida que ya no podía reconocer. La luz tenue de la lámpara parpadeaba, acentuando las arrugas de su rostro, los gestos cansados, como si el reflejo que le devolvía el espejo fuera una mentira.
Con la mano temblorosa, extendió los dedos hacia su rostro, buscando algo que no sabía qué era. En sus años de carrera, nunca había dudado de su habilidad para interpretar a otros, para ponerse en la piel de personajes que le eran ajenos, pero esa tarde, por primera vez, sintió que no sabía quién era. Con un movimiento instintivo, se arrancó la máscara que llevaba puesta. Pensó que, al final, vería su rostro, al menos el último vestigio de lo que había sido antes de convertirse en un reflejo de tantos otros. Pero, al quitarla, no vio su rostro, sino otra máscara, con una expresión diferente, más sombría.
Se quedó helado.
Con manos temblorosas, arrancó la siguiente capa, y luego otra, y otra más. Cada vez que pensaba que había llegado al final, otra máscara aparecía. Su respiración se hizo más rápida, sus movimientos más desesperados. Pronto, los trozos de cuero se apilaron a sus pies, pero el espejo seguía devolviéndole una cara falsa.
—¿Dónde estás? —murmuró, ahogado por la angustia.
Cuando sus fuerzas flaquearon, se derrumbó sobre el suelo. El espejo reflejaba un vacío donde debería estar su rostro. Entonces, Diego comenzó a reír con una risa rota que llenó el camerino. Había pasado tanto tiempo siendo alguien más que ya no quedaba nada de él.
En medio de su desesperación, sintió un peso en el pecho, como si algo quisiera salir de él. Miró el espejo una vez más, y esta vez vio un destello, una figura tenue que emergía desde el fondo. Era un niño, una versión joven de él mismo, con los ojos llenos de preguntas.
—¿Recuerdas quién eras antes de las máscaras? —preguntó la figura con una voz que resonó como un eco lejano.
Diego no pudo responder. Solo lloró, mientras el niño extendía una mano hacia él.
Poeta y narradora. Licenciada en Español y Literatura y Periodismo, así como locutora, directora, asesora de programas de radio, correctora, asesora literaria y especialista de cine. Ha publicado cuatro libros. Ha colaborado con las revistas digitales Dogevena, Pactum. Narrativa, Mujeres aladas, Pérgola de humo, En Tinta, Nudo Gordiano, Dizaster, El narratorio, Tura, Irradiación y Croparamas. Vive en México.
