Vuelo Propio

En un festival del mañana, una madre y su hija sintética descubren, entre multitudes y maravillas, que lo humano siempre escapa al control.

LITERATURACUENTO

María Svartzman / Argentina

5/27/20256 min read

Se asomó por la esquina. Había mucha gente, y eso significaba que ninguna persona, particularmente, podría infligirle algún tipo de daño en esa hermosa marea llamada multitud. Todavía la gente de su comunidad celebraba y respetaba unos pocos actos masivos, probablemente por lo esporádico de su manifestación en esos tiempos, derivados de una fuerte tradición en la sociedad. Era un festival especial. Por primera vez, Marina consideraba que iba en tan buena compañía. Había deseado tanto a Julieta en su vida, que ahora no quería menos que pavonearse con ella, de su mano. Julieta tenía un carácter dulce y unos ojos oscuros y profundos. Esa nena se distraía con facilidad porque era curiosa en general, y ese día tenía muchos estímulos reales al alcance. No obstante, cuando sus ojos volvían a Marina por cualquier motivo, durante algunos instantes todo lo demás parecía desdibujarse. Para ella también era su primer festival. Y un primer festival con una mamá. Apenas estaban conociéndose.

Se celebraba la V Edición de Ares, coincidentemente con la misma edad que tenía Julieta. Hacía años ya que los circos, cines y teatros habían desaparecido. Es decir, oficialmente. Después de la prueba piloto de las Mesas de Entretenimiento para la Comunidad (MEC), las mismas se habían popularizado tanto —hacía unos veinte años— que, de a poco, los espacios de ocio y entretenimiento, así como los espacios de divulgación del conocimiento, fueron desapareciendo. Por lo que también escuelas, museos, librerías y bibliotecas, además de lugares para ver música en vivo o ir a bailar, fueron cerrando debido a la falta de circulación e interés del público masivo en acudir a ellos. Al disminuir en un alto porcentaje estos espacios y propuestas, los gobiernos fueron desfinanciando áreas de administración y gestión, programas y eventos especiales de cultura, para destinar esos fondos a las MEC, completamente virtuales. Las mismas se materializaban a través de aplicaciones adaptadas a distintos dispositivos y mínimas condiciones para ser instaladas en cualquier hogar, evitando así que la gente tuviera que desplazarse de su casa para disfrutar de los beneficios de encontrarse en un espacio virtual, segmentado según el interés de los distintos integrantes de cada hogar.

El Festival Ares se había popularizado y subsistido gracias a los desarrollos presentados en las áreas científico-tecnológicas, y se había convertido en un lugar de prestigio para que las comunidades experimentaran presencialmente los avances creados en la fructífera fusión entre el Hombre y la Máquina (como decían reveladoramente los antiguos visionarios de las Letras y las Ciencias de los cada vez más lejanos fines del siglo XIX e inicios del siglo XX). La vida comercial se sostenía en las calles de las ciudades por cuestiones prácticas de distribución y consumo de mercaderías de toda índole. Pero las prestaciones de servicios habían quedado acotadas, salvo situaciones excepcionales, a la esfera doméstica. A partir de la creación de Ares, cada año las personas tenían el gran evento social en ese lugar.

Era la primera vez que Julieta veía gente desconocida, y sus capacidades de sociabilizar eran torpes. Muy extrovertida en su círculo íntimo, con personas desconocidas presentaba una incomodidad que Marina había considerado posible. Si bien desde su origen se supervisó su desarrollo entre médicos, tratamientos e investigaciones, las esperanzas de Marina de tener resultados favorables para una futura vida juntas siempre estuvieron intactas. Pero Julieta, por cuestiones de protección en su etapa de crecimiento, nunca había sabido nada de esa figura materna que la esperaba con ansias. Se había percibido en la nena, a lo largo de su corta vida —extrañamente— la aparición de una fuerte intuición, lo que la convertía en un ser muy particular entre sus pares. Desde que había sido creada, su vida se llevó a cabo dentro de un campo de experimentaciones donde tuvo la primera escolarización, y ya había aprendido la cantidad de datos e información necesarias para vincularse en el mundo. Ahora sólo quedaba vivir en él, con otras personas, en su vida cotidiana.

Esa tarde, Marina mostraba a su hija lo que la feria había logrado replicar de una antigua vida: los pájaros en los árboles, los gusanos en la tierra, las mariposas revoloteando en sus danzas misteriosas para los seres humanos, algunas abejas polinizando alguna flor. Ahora todo recuperado y regulado por las nuevas tecnologías. Pero además había comida, juegos y estímulos de personas reales a pocos centímetros de su presencia. Marina disfrutaba tranquila, porque su sueño de maternidad estaba asegurado: esta descendencia tenía un certificado, una garantía y un servicio técnico dispuesto a socorrerla por cualquier imprevisto respecto al producto adquirido. Ya situada en su presente como madre, ambas disfrutaron jugando al ping pong, se divirtieron en un simulador de un safari transcurrido en la selva de algún rincón salvaje y exótico a lo largo del globo, y tomaron una versión de nuestros conocidos helados, ahora sin azúcar ni colorantes adicionales.

Había sido una jornada acompañada de un gran sol anaranjado, que, casi en la rapidez del caer de la tarde, se volvió repentinamente nublada. Y el viento comenzó a arremolinarse y a colarse por cada intersticio que dejaba la distancia entre los cuerpos. Marina miró, asustada, unas nubes grisáceas que rápidamente fueron cargándose de un color oscuro, con unos reflejos plateados y unas hojas livianas volando alrededor. Sintió un sobresalto por lo inesperado, y, en una conexión dada como un impulso eléctrico a través de las manos que unían a ambas, despertó una inquietud en Julieta. La nena se detuvo mirando a su alrededor —en un alerta, no obstante, contenido—, a pesar de que las personas empezaban a correr de un lado a otro para refugiarse del viento creciente y de los objetos de la feria que comenzaban a tomar vuelo propio. Giraba la cabeza en su propio eje, tratando de advertir cualquier amenaza circundante. En un momento, sintió un silencio y una sensación de paz y calidez cuando se acercó un extraño pájaro de cabeza morada, aleteando con velocidad frente a su cara. Julieta, naturalmente, extendió su mano sin entender por qué lo estaba haciendo, y el pájaro se posó encima de ella. Se quedó algunos segundos detenida mirando al ave, mientras todo alrededor se desarmaba, volaba y rodaba caóticamente.

Durante un instante, experimentó una emoción que le había sido, hasta el momento, completamente ajena. E, inmediatamente a continuación, la inundó un calor parecido al que sentía cuando acercaba su ser a los objetos eléctricos que se recalentaban luego de extendidas horas de actividad, o a las máquinas que entraban en la recta final de su vida útil. Pero esta impresión era aún mucho más intensa, y comenzó a mezclarse con una sensación de ebullición interna, como autopistas cargadas de autos corriendo dentro de su cuerpo. Estaba completamente maravillada y desorientada ante esta nueva vivencia. Al mismo tiempo, sintió unas vibraciones extrañas y luego una falta abrupta de energía, como si algo se apagara en ella. El pájaro ya había volado y, mientras su brazo había quedado detenido en la posición en la que lo había recibido, escuchó un casi inaudible sonido en el piso. El calor que venía percibiendo estaba acompañado de un líquido que se extendía desde su cintura, bajando por la pierna hacia sus pies, dejando un charco espeso, color bordó, en el cemento: Julieta estaba sangrando por primera vez. El temblor de sus piernas la hizo buscar con sus brazos la presencia de Marina.

Su madre, en el revuelo de objetos bajo esas condiciones climáticas que le recordaban tiempos de su propia infancia, de repente se encontró con un cuadro horrible y deslumbrante. Una rama había atravesado, terca y punzante, el cuerpo sólido pero flexible de Julieta. El objeto se había desprendido de una de las atracciones naturales replicadas en la feria y se había incrustado furiosamente, a través de un filo inédito, en el chiquito cuerpo de Julieta. Marina no podía entenderlo, pero había sucedido el milagro: una niña robot de cinco años, por algún anómalo entrecruce experimental de laboratorio, se había humanizado. Una pequeña robot, de futuro brillante y destino certificado por normas estandarizadas, estaba muriendo por un accidente banal, completamente natural pero fuera de todo cálculo. Marina, proveniente de una humanidad languideciente, iba entendiendo —en el acelerado procesamiento del fenómeno que estaba presenciando— que en este y en cualquier mundo posible, la vida nunca lograría tener garantías.

Me llamo María Svartzman. Soy docente de Teatro y Actriz. Desde joven incursioné en talleres literarios y de dramaturgia creando relatos, poesías y una obra teatral. La escritura es un lugar de expresión genuino, necesario para manifestarme expresiva y artísticamente. Creo en la potencia performativa de la palabra.